—Te codicié a ti —su sonrisa se apagó—. No tenía derecho a poseerte, pero fui y te
tomé de todos modos. Ahora, mira cómo has acabado: intentando seducir a un vampiro
—meneó la cabeza con horror fingido.
—Tienes derecho a codiciar lo que ya es tuyo —le contesté—. Además, creía que lo
que te preocupaba era mi castidad.
—Y lo es. Si resulta demasiado tarde para mí... Prefiero arder en las llamas del
infierno, y perdóname el juego de palabras, antes que dejar que te impidan entrar en el
cielo.
—No puedes pretender que entre en un sitio donde tú no vayas a estar —le dije—.
Esa es mi definición del infierno. De todas formas, tengo una solución muy fácil: no vamos
a morirnos nunca, ¿de acuerdo?
—Suena bastante sencillo. ¿Por qué no se me había ocurrido?
Siguió sonriéndome hasta que acabé soltando un airado «¡ja!».
—síque te niegas a dormir conmigo hasta que no estemos casados.
—énicamente, nunca podrédormir contigo.
Puse los ojos en blanco.
—uy maduro, Edward. Me referí a acostarnos.
—ueno, quitando ese detalle, tienes razó.
—o creo que escondes algú otro motivo má.
Abrióunos ojos como platos, con gesto inocente.
—¿tro motivo?
—abes que eso acelerarí las cosas —e respondí
Edward intentócontener la sonrisa.
—óo hay una cosa que quiero acelerar, y el resto puede esperar por siempre... Pero,
la verdad, tus impacientes hormonas humanas son mi má poderoso aliado en este
sentido.
—o puedo creer que me hagas pasar por el altar. Cuando pienso en Charlie... ¡ en
René! ¿e imaginas lo que van a decir Angela o Jessica? ¡rg! Ya estoy viendo sus
cotilleos.
Edward me miróenarcando una ceja, y enseguida supe por qué ¿uémá me daba
lo que dijeran de mísi pronto me marcharí para no volver? ¿e verdad era tan
hipersensible que no podí soportar unas cuantas semanas de indirectas y miraditas de
soslayo? Lo que má me molestaba era que, si yo misma me hubiese enterado de que
alguna se iba a casar ese mismo verano, me habrí puesto a cotillear con tan mala idea
como las demá. ¡f! Casarme este verano. Me dio un escalofrí. Sí otra cosa que me
molestaba era que me habín educado para que sintiera escalofrís sóo de pensar en el
matrimonio. Edward interrumpiómis cavilaciones.
—o hace falta que sea un bodorrio. No necesito tanta fanfarria. No tienes que
decíselo a nadie ni cambiar tus planes. ¿or quéno vamos a Las Vegas? Puedes
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ponerte unos vaqueros. Hay una capilla que tiene una ventanilla por la que te casan sin
que te bajes del coche. Lo único que quiero es hacerlo oficial, y que quede claro que me
perteneces a mí y a nadie más.
—No puede ser más oficial de lo que ya lo es — refunfuñé, aunque su descripción no
me había sonado tan mal. La única que se iba a sentir decepcionada era Alice.
—Ya veremos —sonrió, complaciente—. Supongo que no querrás aún el anillo de
compromiso.
Tuve que tragar saliva antes de responder.
—Supones bien.
Edward se rió al ver la expresión de mi cara.
—De acuerdo. De todos modos, no tardaré en rodear tu dedo con él. Me quedé
mirándole.
—Hablas como si ya tuvieras un anillo.
—Y lo tengo —dijo sin avergonzarse—, listo para ponértelo al menor signo de
debilidad.
—Eres increíble.
—¿Quieres verlo? —me preguntó. De pronto sus ojos topacio brillaron de emoción.
—¡No! —exclamé. Fue un acto reflejo del que me arrepentí de inmediato, ya que
Edward se entristeció—. Bueno, si de verdad quieres enseñármelo, hazlo —intenté
arreglarlo, apretando los dientes para no demostrar el pánico irracional que me poseía.
—No pasa nada —repuso mientras se encogía de hombros—. Puedo esperar.
Di un suspiro.
—Enséñame el maldito anillo, Edward.
Negó con la cabeza.
—No.
Estudié su expresión durante un buen rato.
—Por favor... —le pedí con voz tierna, experimentando con el arma que acababa de
descubrir. Le acaricié la cara con la punta de los dedos—. Por favor, ¿puedo verlo?
Edward entornó los ojos.
—Eres la criatura más peligrosa que he conocido en mi vida —declaró. Pero se
levantó y se arrodilló junto a la mesilla de noche con aquella elegancia inconsciente tan
propia de él. Apenas un instante después volvió a la cama, se sentó a mi lado y me rodeó
el hombro con un brazo. En la otra mano tenía una pequeña caja negra, que depositó en
precario equilibrio sobre mi rodilla izquierda.
—Adelante, échale un vistazo —me instó de repente.
Sostener aquella cajita de aspecto inofensivo me resultó más difícil de lo que
esperaba, pero no quería volver a herir sus sentimientos, así que traté de dominar el
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temblor de mi mano. La caja estaba forrada de satén negro. Lo acaricié con los dedos,
indecisa.
—¿No te habrás gastado mucho dinero? Si lo has hecho, miénteme.
—No me he gastado nada —me aseguró—. Se trata de otro objeto usado. Es el mismo
anillo que mi padre le dio a mi madre.
—Oh —dije, sorprendida. Después pellizqué la tapa entre el pulgar y el índice, pero no
la abrí.
—Supongo que es demasiado anticuado —se disculpó medio en broma—. Está tan
pasado de moda como yo. Puedo comprarte otro más moderno. ¿Qué te parece uno de
Tiffany's?
—Me gustan las cosas pasadas de moda —murmuré mientras levantaba la tapa con
dedos vacilantes.
Rodeado por raso negro, el anillo de Elizabeth Masen brillaba a la tenue luz de la
habitación. La piedra era un óvalo grande decorado con filas oblicuas de brillantes
piedrecillas redondas. La banda era de oro, delicada y estrecha, y tejía una frágil red
alrededor de los diamantes. Nunca había visto nada parecido.
Sin pensarlo, acaricié aquellas gemas resplandecientes.
—Es muy bonito—murmuré, sorprendida de mi propia reacción.
—¿Te gusta?
—Es precioso —me encogí de hombros, fingiendo que no me interesaba demasiado—.
A cualquiera le gustaría.
Edward soltó una carcajada.
—Pruébatelo, a ver si te queda bien.
Cerré la mano izquierda instintivamente.
—Bella —dijo con un suspiro—, no voy a soldártelo al dedo. Sólo quiero que te lo
pruebes para ver si tengo que llevarlo a que lo ajusten. Luego te lo puedes quitar.
—Vale —cedí.
Cuando iba a coger el anillo, Edward me detuvo, tomó mi mano izquierda en la suya y
deslizó la alianza por mi dedo corazón. Después me sujetó la mano en alto para que
ambos pudiéramos contemplar el efecto de los brillantes sobre mi piel. Tenerlo puesto no
resultó tan horrible como había temido.
—Te queda perfecto —afirmó en tono flemático—. Eso está bien: así me ahorro un
paseo a la joyería.
Al percibir la intensa emoción que se ocultaba bajo el tono despreocupado de su voz,
le miré a la cara. A pesar de que intentaba fingir indiferencia, sus ojos también le
delataban.
—Te gusta, ¿verdad? —le pregunté suspicaz, mientras movía los dedos en el aire y
pensaba que era una pena no haberme roto la mano izquierda.
Edward se encogió de hombros.
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—Claro —dijo, siempre en el mismo tono apático—. Te sienta muy bien.
Le miré a los ojos, tratando de descifrar la emoción que ardía bajo la superficie.
Edward me devolvió la mirada, y todo disimulo se desvaneció. Su rostro de ángel
resplandecía con la alegría de la victoria. Era una visión tan gloriosa que me cortaba la
respiración.
Antes de que pudiera recobrar el aliento, Edward me besó con labios exultantes.
Cuando retiró su boca para susurrarme al oído, la cabeza me daba vueltas; pero me di
cuenta de que su respiración era tan entrecortada como la mía.
—Sí, me gusta. No sabes cuánto.
Me eché a reír.
—Te creo.
—¿Te importa que haga una cosa? —me preguntó mientras me abrazaba con fuerza.
—Lo que quieras.
Pero me soltó y se apartó de mí.
—Lo que quieras, excepto eso —me quejé.
Sin hacerme caso, Edward me cogió de la mano y me levantó de la cama. Después se
plantó de pie frente a mí, con las manos sobre mis hombros y el gesto serio.
—Quiero hacer esto como Dios manda. Por favor, recuerda que has dicho que sí. No
me estropees este momento.
—Oh, no —dije boquiabierta, mientras él clavaba una rodilla en el suelo.
—Pórtate bien —murmuró.
Respiré hondo.
—Isabella Swan —me miró a través de aquellas pestañas de una longitud imposible.
Sus ojos dorados eran tiernos y, a la vez, abrasadores—. Prometo amarte para siempre,
todos los días de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
Quise decirle muchas cosas. Algunas no eran nada agradables, mientras que otras
resultaban más empalagosas y románticas de lo que el propio Edward habría soñado.
Decidí no ponerme en evidencia a mí misma y me limité a susurrar:
—Sí.
—Gracias —respondió.
Después, tomó mi mano y me besó las yemas de los dedos antes de besar también el
anillo, que ahora me pertenecía.