domingo, 25 de enero de 2009

Egoísmo
Edward me llevó a casa en brazos, ya que supuso que no iba a ser capaz de aguantar
el viaje de vuelta agarrada a su espalda. Debí de quedarme dormida por el camino.
Al despertar, me encontraba en mi cama. Una luz mortecina entraba por las ventanas
en un extraño ángulo, casi como si estuviera atardeciendo.
Bostecé y me estiré. Le busqué a tientas en la cama, pero mis dedos sólo encontraron
las sábanas vacías.
—¿Edward? —musité.
Seguí palpando y esta vez encontré algo frío y suave. Era su mano.
—¿Ahora sí estás despierta de verdad? —murmuró.
—Aja —asentí con un suspiro—. ¿He dado muchas falsas alarmas?
—Has estado muy inquieta, y no has parado de hablar en todo el día.
—¿En todo el día?—pestañeé y volví a mirar hacia las ventanas.
—Ha sido una noche muy larga —repuso en tono tranquilizador—. Te has ganado un
día entero en la cama.
Me incorporé. La cabeza me daba vueltas. La luz que entraba por la ventana venía del
oeste.
-—¡Guau!
—¿Tienes hambre? —me preguntó—. ¿Quieres desayunar en la cama?
—Me voy a levantar —dije con un gruñido, y volví a desperezarme—. Necesito
ponerme en pie y moverme un poco.
Me llevó a la cocina de la mano sin quitarme el ojo de encima, como si temiera que
fuera a caerme. O a lo mejor creía que andaba como una sonámbula.
No me compliqué, y metí un par de rebanadas en la tostadora. Al hacerlo, me vi
reflejada en la superficie cromada del aparato.
—¡Buf! Vaya pinta que tengo.
—Ha sido una noche muy larga —volvió a decirme—. Deberías haberte quedado aquí
durmiendo.
—Sí, claro. Y perdérmelo todo. Tienes que empezar a aceptar el hecho de que ahora
formo parte de la familia.
Edward sonrió.
—Puede que me acostumbre a la idea.
Me senté a desayunar y él se puso a mi lado. Al levantar la tostada para darle el primer
bocado, me di cuenta de que Edward estaba observando mi mano. Al mirarla, vi que
todavía llevaba puesto el regalo que Jacob me había dado en la fiesta.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el pequeño lobo de madera.
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Engullí haciendo bastante ruido.
—Claro.
Puso la mano bajo la pulsera y sostuvo el dije sobre la pálida piel de su palma abierta.
Por un instante me dio miedo, ya que la menor presión de sus dedos podía convertirla en
astillas.
No, él no haría algo así. Me sentí avergonzada sólo de pensarlo. Edward sopesó el
lobo en la mano unos segundos y luego lo dejó caer. La figurilla se quedó colgando de mi
muñeca con un leve balanceo.
Traté de leer su mirada. Su expresión era seria y pensativa; todo lo demás lo mantenía
oculto, si es que había algo más.
—Así que Jacob Black puede hacerte regalos.
No era una pregunta ni una acusación, sólo la constatación de un hecho. Pero sabía
que se refería a mi último cumpleaños y a cómo me había empeñado en que no quería
regalos, y menos aún de Edward. No era un comportamiento del todo lógico, y además
nadie me había hecho caso.
—Tú me has hecho regalos —le recordé—. Sabes que me gustan los objetos hechos
a mano.
Edward frunció los labios.
—¿Y qué pasa con los objetos usados? ¿Puedes aceptarlos?
—¿A qué te refieres?
—Este brazalete... —trazó un círculo con el dedo alrededor de mi muñeca—. ¿Piensas
llevarlo puesto mucho tiempo?
Me encogí de hombros.
—Es porque no quieres herir sus sentimientos, ¿no? —insinuó con perspicacia.
—Supongo que no.
—Entonces —me preguntó, observando mi mano mientras hablaba; me la puso boca
arriba y recorrió con el dedo las venas de mi muñeca—, ¿no crees que sería justo que yo
también tuviera una pequeña representación?
—¿Una representación?
—Un amuleto, algo que te recuerde a mí.
—Tú estás siempre en mis pensamientos. No necesito recordatorios.
—Si yo te diera algo, ¿lo llevarías? —insistió.
—¿Algo usado? —aventuré.
—Sí, algo que yo haya llevado puesto una temporada —dijo, poniendo su sonrisa
angelical.
Pensé que si ésa era su única reacción al regalo de Jacob, la aceptaba de buen grado.
—Lo que tú quieras.
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—¿Te has dado cuenta de la injusticia? —me preguntó, cambiando a un tono
acusador—. Porque yo sí, desde luego.
—¿Qué injusticia?
Edward entrecerró los ojos.
—Todo el mundo puede regalarte cosas, menos yo. Me habría encantado hacerte un
regalo de graduación, pero no lo hice, porque sabía que te molestaría más que si te lo
hacía cualquier otra persona. Es injusto. ¿Cómo me explicas eso?
—Es fácil —dije, encogiéndome de hombros—. Para mí, tú eres más importante que
nadie en el mundo, y el regalo que me has entregado eres tú mismo. Eso es mucho más
de lo que merezco, y cualquier cosa que me des desequilibra aún más la balanza entre
nosotros.
Edward procesó esta información un instante y después puso los ojos en blanco.
—Es ridículo. Me estimas en mucho más de lo que valgo.
Mastiqué con calma. Sabía que si le decía que se pasaba de modesto no me haría
caso.
Su móvil sonó. Antes de abrirlo, miró el número.
—¿Qué pasa, Alice?
Mientras él escuchaba, yo esperé su reacción. De pronto me sentí muy nerviosa, pero
a Edward no pareció sorprenderle lo que le contaba Alice, fuese lo que fuese, y se limitó a
resoplar unas cuantas veces.
—Yo también lo creo —le dijo a su hermana mientras me miraba a los ojos enarcando
una ceja en gesto de desaprobación—. Ha estado hablando en sueños.
Me sonrojé. ¿Qué se me había escapado ahora?
Edward me lanzó una mirada furiosa al cerrar el teléfono.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar conmigo?
Reflexioné unos instantes. Dada la advertencia de Alice la noche anterior, era fácil
suponer la razón de la llamada. Luego, recordé los sueños que había tenido durante el
día, unos sueños agitados en los que corría detrás de Jasper, intentando seguirle entre el
laberinto de árboles para llegar al claro donde sabía que encontraría a Edward. También a
los monstruos que querían matarme, cierto, pero no me importaba porque ya había
tomado mi dicisión.
También era fácil suponer que Edward me había oído mientras hablaba dormida.
Fruncí los labios por un momento, incapaz de aguantarle la mirada. Esperé.
—Me gusta la idea de Jasper —dije por fin.
Edward emitió un gruñido.
—Quiero ayudar. Tengo que hacer algo —insistí.
—Ponerte en peligro no es ninguna ayuda.
—Jasper cree que sí. Y en esta área él es el experto.
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Edward me dirigió una mirada furibunda.
—No puedes impedírmelo —le amenacé—. No pienso esconderme en el bosque
mientras todos vosotros os arriesgáis por mí.
Casi se le escapó una sonrisa.
—Alice no te ve dentro del claro, Bella. Te ve extraviada y dando tumbos por la
espesura. No serás capaz de encontrarnos. Sólo vas a conseguir que pierda más tiempo
buscándote luego.
Traté de mantenerme tan fría como él.
—Eso es porque Alice no ha tenido en cuenta a Seth Clearwater —dije sin levantar la
voz—. Y en todo caso, de haberlo hecho, no habría podido ver nada en absoluto, pero
parece que Seth quiere estar allí tanto como yo. No será muy difícil convencerle para que
me enseñe el camino.
Un relámpago de ira recorrió su cara, pero enseguida respiró hondo y recuperó la
compostura.
—Eso podría haber funcionado... si no me lo hubieras dicho. Ahora tendré que pedirle
a Sam que le dé a Seth ciertas instrucciones. Aunque no quiera, Seth no puede negarse a
acatar ese tipo de órdenes.
Sin perder mi sonrisa apacible, le pregunté:
—¿Y por qué tendría que darle esas instrucciones? ¿Y si le digo a Sam que me
conviene ir al claro? Apuesto a que prefiere hacerme un favor a mí que a ti.
Edward tuvo que controlarse de nuevo para no perder la compostura.
—Tal vez tengas razón, pero seguro que Jacob está más que dispuesto a dar esas
mismas instrucciones.
Fruncí el ceño.
—¿Jacob?
—Jacob es el segundo al mando. ¿No te lo ha dicho nunca? Sus órdenes también han
de ser obedecidas.
Me tenía pillada, y su sonrisa indicaba que lo sabía. Arrugué la frente. No dudaba de
que Jacob se pondría de su parte, aunque sólo fuera por esta vez. Y además, Jacob
nunca me había contado eso.
Edward se aprovechó de mi momento de vacilación, y prosiguió en un tono suave y
conciliador:
—Anoche me asomé a la mente de la manada. Fue mucho mejor que un culebrón. No
tenía ni idea de lo compleja que es la dinámica de una manada tan numerosa. Cada
individuo tratando de resistirse a la psique colectiva... Es absolutamente fascinante.
Le miré furiosa: era obvio que intentaba distraerme.
—Jacob te ha ocultado un montón de secretos —me dijo con una sonrisa sarcástica.
No le contesté, y me limité a mirarle con fijeza, aferrada a mi argumento y esperando
un resquicio para utilizarlo.
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—Por ejemplo, ¿te fijaste anoche en el pequeño lobo gris?
Asentí con la barbilla rígida. Edward soltó una carcajada.
—Se toman muy en serio todas sus leyendas. Pero resulta que hay cosas que no
aparecen en ellas y para las que no están preparados.
Suspiré.
—Está bien, picaré el anzuelo. ¿A qué te refieres?
—Siempre han aceptado, sin cuestionarlo, que sólo los nietos directos del lobo original
tienen el poder de transformarse.
—¿Así que alguien que no es descendiente directo de ese lobo se ha transformado?
—No. Ella es descendiente directa, hasta ahí va bien.
Pestañeé y abrí unos ojos como platos.
—¡¿Ella?!
Edward asintió.
—Ella te conoce. Se llama Leah Clearwater.
—¿Leah es una mujer lobo? —exclamé—. ¿Cómo? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me
lo ha dicho Jacob?
—Hay cosas que no le está permitido compartir con nadie. Por ejemplo, cuántos son
en realidad. Como te he dicho hace un momento, cuando Sam da una orden la manada no
puede ignorarla. Jacob procura pensar en otras cosas cuando está cerca de mí, pero
después de lo de anoche ya no tiene remedio.
—No puedo creerlo. ¡Leah Clearwater!
De pronto recordé a Jacob hablando de Leah y de Sam. Había reaccionado como si se
hubiese ido de la lengua cuando mencionó que Sam tenía que mirar a Leah a la cara
«todos los dís» sabiendo que habí roto sus promesas. Tambié me acordéde Leah
sobre el barranco, y de la lárima que le brillaba en la mejilla cuando el Viejo Quil hablóde
la carga y el sacrificio que compartín los hijos de los quíeute. Penséen Billy, que pasaba
tanto tiempo con Sue porque ella tení problemas con sus hijos. ¡ el verdadero problema
era que los dos se habín convertido en licátropos!
Nunca habí pensado demasiado en Leah Clearwater; sóo para compadecer su
pédida cuando Harry murió Má tarde, habí vuelto a sentir látima por ella cuando
Jacob me contósu historia y me explicócóo la extrañ imprimació entre Sam y su
prima Emily le habí roto el corazó.
Y ahora Leah formaba parte de la manada de Sam, compartí los pensamientos de
é... y era incapaz de ocultar los suyos.
«Es algo que todos odiamos —e habí dicho Jacob— No tener privacidad ni
secretos es atroz. Todo lo que te avergünza queda expuesto para que todos lo vean».
—obre Leah —usurré
Edward resopló
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—Les está haciendo la vida imposible a los demás. No estoy seguro de que merezca
tu compasión.
—¿Qué quieres decir?
—Es bastante duro para ellos tener que compartir todos sus pensamientos. La
mayoría intenta cooperar y hacer las cosas más fáciles. Pero basta con que un solo
miembro sea malévolo de forma deliberada para que todos sufran.
—Ella tiene razones de sobra —murmuré, aún de parte de Leah.
—Lo sé —me dijo—. El impulso de imprimación es de lo más extraño que he visto en
mi vida, y mira que he visto cosas raras —sacudió la cabeza, perplejo—. Resulta
imposible describir la forma en que Sam está ligado a su Emily. O mejor debería decir «su
Sam». En realidad, é no tení otra opció. Me recuerda a El sueño de una noche de
verano y al caos que desatan los hechizos de amor de las hadas. Es una especie de
magia —sonrió—. Casi tan fuerte como lo que yo siento por ti.
—Pobre Leah —dije de nuevo—. Pero ¿a qué te refieres con “maléolo”?
—eah les recuerda constantemente cosas en las que ellos preferirín no pensar
—e explicó— Por ejemplo, a Embry.
—¿uépasa con Embry? —e pregunté sorprendida.
—u madre se fue de la reserva de los makah hace diecisiete añs, cuando estaba
embarazada de é. Ella no es una quileute, y todo el mundo dio por hecho que habí
dejado a su padre con los makah. Pero despué é se unióa la manada.
—¿?
—ue los principales candidatos a ser el padre de Embry son Quil Ateara séior,
Joshua Uley y Billy Black. Y todos ellos estaban casados en aquella éoca, por supuesto.
—¡o! —ije, boquiabierta. Edward tení razó: era igual que un culebró.
—hora Sam, Jacob y Quil se preguntan cuá de ellos tiene un hermanastro. Todos
quieren pensar que es Sam, ya que su viejo nunca fue un buen padre, pero ahíestála
duda. Jacob nunca se ha atrevido a preguntarle a Billy sobre el asunto.
—¡uau! ¿óo has averiguado tanto en una sola noche?
—a mente de la manada es algo hipnóico. Todos piensan juntos y por separado al
mismo tiempo. ¡ay tanto que leer...!
Edward sonaba casi compungido, como quien ha tenido que soltar una buena novela
justo antes del momento culminante. Me echéa reí.
—í la manada resulta fascinante —oincidí— Casi tanto como túcuando intentas
cambiar de tema.
Su expresió volvióa ser corté: una perfecta cara de póuer.
—engo que ir a ese claro, Edward.
—o —ijo en tono concluyente.
Entonces se me ocurrióotro rumbo distinto.
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No era tanto que yo tuviese que ir al claro como que tenía, que estar en el mismo lugar
que Edward.
Eres cruel, me dije a mí misma. ¡Egoísta, egoísta, más que egoísta! ¡No se te ocurra
hacer eso!
Ignoré mis impulsos bondadosos, pero aun así fui incapaz de mirarle mientras hablaba.
La culpa mantenía mis ojos clavados a la mesa.
—Mira, Edward —susurré—, la cuestión es ésta: ya me he vuelto loca una vez. Sé
cuáles son mis límites. Y si me vuelves a dejar, no podré soportarlo.
Ni siquiera levanté la mirada para ver su reacción, temiendo comprobar el dolor que le
estaba infligiendo. Oí que tomaba aire de repente, y luego siguió un silencio. Seguí
mirando la madera oscura de la mesa, deseando ser capaz de retractarme de mis
palabras. Pero sabía que probablemente no lo haría. Y menos si aquello funcionaba.
De pronto sus brazos me rodearon, y sus manos me acariciaron la cara y los brazos,
Él me estaba consolando a mí. Mi culpa pasó a modo de torbellino, pero mi instinto de
supervivencia era más fuerte, y no cabía duda de que Edward resultaba imprescindible
para que yo sobreviviera.
—Sabes que no es así, Bella —murmuró—. No estaré lejos, y pronto habrá acabado
todo.
—No puedo —insistí, con la mirada aún fija en la mesa—. No soporto la idea de no
saber si volverás o no. Por muy pronto que se acabe, no puedo vivir con eso.
Edward suspiró.
—Es un asunto sencillo, Bella. No hay razón para que tengas miedo.
—¿Seguro?
—Ninguna razón.
—¿A nadie le va a pasar nada?
—A nadie —me prometió.
—¿Así que no hay ninguna razón para que yo esté en ese claro?
—Desde luego que no. Alice me ha dicho que tienen menos de diecinueve años. Los
manejaremos sin problemas.
—Está bien. Me dijiste que era tan fácil que alguien podía quedarse fuera —repetí sus
palabras de la noche anterior—. ¿Hablabas en serio?
—Sí.
Estaba tan claro que no sé cómo no lo vio venir.
—Si es tan fácil —añadí—, ¿por qué no puedes quedarte fuera tú?
Tras un largo rato en silencio, me decidí a levantar la mirada para observar su
expresión.
Había vuelto a poner cara de póquer.
Respiré hondo.
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—Así que, una de dos: o es más peligroso de lo que quieres reconocerme, en cuyo
caso será mejor que yo esté allí para ayudaros, o bien va a ser tan fácil que se las pueden
arreglar sin ti. ¿Cuál de las dos opciones es la correcta?
No respondió.
Sabía en qué estaba pensando. En lo mismo que yo: Carlisle, Esme, Emmett, Rosalie,
Jasper. Y... me obligué a pensar en el último nombre. Alice.
¿Soy un monstruo?, me pregunté. No del tipo que el propio Edward creía ser, sino un
monstruo de verdad, de los que dañan a la gente. Esa clase de monstruos que no
conocen límites para conseguir lo que quieren.
Lo que yo quería era que él estuviese a salvo conmigo. ¿Existía algún límite a lo que
estaba dispuesta a hacer o a sacrificar por ese propósito? No estaba segura.
—¿Me estás pidiendo que deje que luchen sin mi ayuda? —me preguntó en voz baja.
—Sí —me sorprendía hablar en un tono tan ecuánime cuando en el fondo me sentía
una miserable—. Eso, o que me dejes ir. Me da igual, siempre que estemos juntos.
Respiró hondo, y luego espiró el aire muy despacio. Me puso las manos a ambos lados
de la cara, obligándome a aguantarle la mirada, y clavó sus ojos en los míos durante largo
rato. Me pregunté qué buscaba en ellos y qué estaba encontrando, y si la culpa era tan
palpable en mi rostro como en mi estómago, que se me había revuelto.
Sus ojos lucharon por contener alguna emoción que no pude leer. Después apartó una
mano de mi cara para sacar de nuevo el móvil.
—Alice —dijo, con un suspiro—. ¿Puedes venir un rato para hacer de canguro con
Bella? —enarcó una ceja, desafiándome a ponerle pegas a lo de «canguro»— Necesito
hablar con Jasper.
No oínada, pero era evidente que Alice aceptaba. Edward soltóel teléono y volvióa
mirarme a la cara.
—¿uévas a decirle a Jasper? —e pregunté
—oy a discutir... la posibilidad de que yo me quede fuera.
Me fue fáil leer en su rostro lo difíil que le resultaba pronunciar aquellas palabras.
—o lamento.
Y era cierto. Odiaba obligarle a hacer esto, pero no tanto como para fingir una sonrisa
y decirle que siguiera adelante sin mí No; me sentí mal, pero no hasta tal punto.
—o te disculpes —e dijo, esbozando apenas una sonrisa— Nunca temas decirme
lo que sientes, Bella. Si eso es lo que necesitas... —e encogióde hombros— Túeres mi
prioridad núero uno.
—o me referí a eso. No se trata de que elijas entre tu familia o yo.
—a lo sé Ademá, no es eso lo que me has pedido. Me has ofrecido las dos
opciones que puedes soportar tú y he escogido la que puedo soportar yo. Asíes como se
supone que funciona el compromiso.
Me inclinéhacia delante y apoyéla frente contra su pecho.
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—Gracias —le susurré.
—En cualquier momento —me respondió, dándome un beso en el pelo—. Cualquier
cosa.
Nos quedamos un buen rato sin movernos. Mientras mantenía mi cara escondida
contra su camisa, dos vocecillas luchaban en mi interior: la buena me decía que fuera
valiente, y la mala le decía a la buena que cerrara el pico.
—¿Quién es la tercera esposa? —me preguntó de repente.
—¿Cómo? —me hice la tonta. No recordaba haber vuelto a tener ese sueño.
—Anoche murmuraste algo sobre «la tercera esposa». Lo demá tení algo de
sentido, pero con eso me perdídel todo.
—h, ya. Es una de las leyendas que escuchéjunto al fuego, la otra noche —e
encogíde hombros— Se me debióde quedar grabada.
Edward se apartóun poco de míy ladeóla cabeza, tal vez confundido por el matiz
ominoso de mi voz. Antes de que pudiera preguntar nada, Alice aparecióen la puerta de la
cocina con cara de pocos amigos.
—e vas a perder la diversió —ruñó
—ola, Alice —a saludóEdward.
Despué me puso un dedo bajo la barbilla y me levantóla cara para darme un beso de
despedida.
—olveréesta misma noche —e prometió— He de reunirme con los demá para
solucionar este asunto y reorganizarlo todo.
—ale.
—o hay mucho que reorganizar —ijo Alice— Ya se lo he contado. Emmett estáencantado.
Edward exhalóun suspiro.
—a me lo imagino.
Saliópor la puerta y me dejóa solas con Alice.
Ella me miróechando chispas por los ojos.
—o siento —olvía disculparme— ¿rees que esto lo harámá peligroso para
vosotros?
Alice soltóun bufido.
—e preocupas demasiado, Bella. Te van a salir canas antes de tiempo.
—ntonces, ¿or quéestá enfadada?
—dward es un cascarrabias cuando no se sale con la suya. Me estoy imaginando
cóo va a ser aguantarle durante los próimos meses —izo una mueca— Supongo que,
si sirve para que mantengas la cordura, merece la pena, pero me gustarí que no fueras
tan pesimista, Bella. Resulta innecesario.
—¿ejarís que Jasper fuera sin ti? —e pregunté
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Alice hizo otro mohín.
—Eso es diferente.
—Sí, claro.
—Ve a ducharte —me ordenó—. Charlie llegará a casa en quince minutos, y si te ve
con esa pinta no creo que te deje salir otra vez.
Había perdido el día entero. ¡Qué desperdicio! Me alegraba saber que no siempre
tendría que seguir malgastando mi tiempo de vida con horas de sueño.
Cuando Charlie llegó a casa yo estaba perfectamente presentable: me había vestido,
me había arreglado el pelo y le estaba sirviendo la cena en la mesa de la cocina. Alice se
sentó en el sitio habitual de Edward, lo cual pareció terminar de alegrarle el día.
—¡Hola, Alice! ¿Cómo estás, cariño?
—Muy bien, Charlie, gracias.
—Veo que por fin has decidido salir de la cama, dormilona —me dijo mientras me
sentaba a su lado. Después se dirigió de nuevo a Alice—. Todo el mundo habla de la
fiesta que dieron tus padres anoche. Supongo que aún no habréis terminado de recoger
todo el lío.
Alice se encogió de hombros. Conociéndola, seguro que ya lo había hecho todo.
—Mereció la pena —repuso ella—. Fue una fiesta genial.
—¿Dónde está Edward? —preguntó Charlie, casi a regañadientes—. ¿Ayudando con
la limpieza?
Ella suspiró con gesto trágico. Probablemente estaba fingiendo, pero lo hacía tan bien
que no supe qué pensar.
—No. Está con Emmett y Carlisle, haciendo planes para el fin de semana.
—¿Otra excursión?
Alice asintió, con rostro apesadumbrado.
—Sí, se van todos, menos yo. Siempre hacemos una marcha para celebrar el fin de
curso, pero este año he decidido que me apetece más ir de compras que al campo.
Ninguno de ellos quiere quedarse a acompañarme. Me han abandonado.
Alice hizo un puchero. Al verla tan desconsolada, Charlie se inclinó hacia ella y le
tendió la mano sin pensarlo, buscando alguna forma de ayudarla. La miré con recelo, sin
saber qué pretendía.
—Alice, cariño, ¿por qué no te quedas con nosotros? —le ofreció Charlie—. No me
gusta pensar que te vas a quedar sola en esa casa tan grande.
Ella suspiró. Algo me aplastó el pie bajo la mesa.
—¡Ay! —protesté.
Charlie se volvió hacia mí.
—¿Qué pasa?
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Alice me lanzó una mirada de frustración. Sin duda estaba pensando que esa noche yo
andaba muy lenta de reflejos.
—Me he dado un golpe en un dedo —mascullé.
—Ah —Charlie volvió a mirar a Alice—. Bueno, ¿qué te parece?
Ella volvió a pisarme, pero esta vez no tan fuerte.
—Esto... —dije—, la verdad es que no tenemos mucho sitio, papá. No creo que a Alice
le apetezca dormir en el suelo de mi habitación...
Charlie frunció los labios, y Alice volvió a poner gesto de desconsuelo.
—A lo mejor Bella puede irse contigo —sugirió Charlie—. Sólo hasta que vuelvan tus
hermanos.
—Oh, Bella, ¿no te importa? —me preguntó Alice, con una sonrisa radiante—. No te
importa venir de compras conmigo, ¿verdad?
—Claro —asentí—. De compras. Genial.
—¿Cuándo se van los demás? —preguntó Charlie.
Alice hizo otra mueca.
—Mañana.
—¿Para cuándo me necesitas? —pregunté.
—Para después de cenar, supongo —respondió, y después se acarició la barbilla con
gesto pensativo—. ¿Tienes algún plan para el sábado? Me apetece ir de compras a la
ciudad, así que tendríamos que echar todo el día...
—A Seattle, no —dijo Charlie, frunciendo el ceño.
—No, claro que no —se apresuró a añadir Alice, aunque ambas sabíamos que el
sábado Seattle sería una ciudad de lo más segura—. Estaba pensando, por ejemplo, en
Olympia...
—Eso te gustará, Bella —dijo Charlie, aliviado—. ¡Ve con ella y hártate de ciudad!
—Sí, papá. Será genial.
En unas cuantas frases, Alice había conseguido despejar mi agenda para la batalla.
Edward volvió poco después. No le sorprendió que Charlie le deseara un buen viaje y
le aclaró que saldrían por la mañana temprano. Dio las buenas noches antes de lo habitual
y Alice se marchó con él.
Poco después de que se fueran, me excusé.
—Pero no puedes estar cansada... —protestó Charlie.
—Sí, un poco —mentí.
—No me extraña que te guste escaparte de las fiestas —me dijo—. Con lo que te
cuesta recuperarte...
Cuando llegué arriba, Edward yacía atravesado encima de mi cama.
—¿Cuándo vamos a reunimos con los lobos? —susurré al acercarme a él.
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—Dentro de una hora.
—Eso está bien. Jake y sus amigos necesitan dormir un poco.
—No tanto como tú —señaló.
Cambié de tema, porque sospechaba que me iba a decir que me quedara en casa.
—¿Te ha dicho Alice que va a secuestrarme otra vez?
Edward sonrió.
—En realidad no va a hacerlo.
Me quedé mirándole, y él se rió en voz baja ante mi cara de desconcierto.
—Soy el único que tiene permiso para retenerte como rehén, lo recuerdas? —me
dijo—. Alice se va de caza con el resto —suspiró—. Supongo que yo ahora ya no tengo
por qué hacerlo.
—¿Así que eres tú quien va a secuestrarme?
Edward asintió.
Me lo imaginé durante unos instantes. Nada de tener a Charlie en el piso de abajo
escuchando o subiendo a asomarse cada poco rato a mi cuarto. Ni tampoco una casa
llena de vampiros insomnes con su aguzado y entrometido sentido del oído. Solos él y yo.
Solos de verdad.
—¿Te parece bien? —me preguntó, preocupado por mi silencio.
—Bueno... sí, salvo por una cosa.
—¿Qué cosa? —me preguntó, nervioso. Era increíble, pero por alguna razón aún
parecía albergar dudas respecto a su control sobre mí. Quizá tenía que dejárselo más
claro.
—¿Por qué no le ha dicho Alice a Charlie que os ibais esta noche? —pregunté.
Edward se rió, aliviado.
Disfruté más del viaje al claro que la noche anterior. Seguía sintiéndome culpable y
asustada, pero ya no estaba tan aterrorizada y podía desenvolverme. Era capaz de ver
más allá de lo que iba a pasar, y casi podía creer que las cosas tal vez saldrían bien. Al
parecer, Edward no llevaba demasiado mal la idea de perderse esta pelea... lo cual me
hacía más fácil aceptar sus palabras cuando decía que iba a ser pan comido: si él mismo
no se lo creyera, no abandonaría a su familia. Quizás Alice tenía razón y yo me
preocupaba demasiado.
Al fin, llegamos al claro.
Jasper y Emmett ya estaban luchando; a juzgar por sus risas, era un simple
calentamiento. Alice y Rosalie los observaban, repantigadas en el suelo. Mientras, a unos
cuantos metros, Esme y Carlisle estaban charlando con las cabezas juntas y los dedos
entrelazados, sin prestar atención a nada más.
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Esa noche había mucha más luz. La luna brillaba a través de un fino velo de nubes, y
pude ver sin problemas a los tres lobos sentados al borde del cuadrilátero de prácticas,
separados entre sí para observar la lucha desde diferentes ángulos.
También me resultó fácil distinguir a Jacob. Le habría reconocido de inmediato,
aunque no hubiese levantado la cabeza al oír que nos acercábamos.
—¿Dónde están los demás lobos? —pregunté.
—No hace falta que vengan todos. Con uno bastaría para hacer el trabajo, pero Sam
no se fiaba de nosotros tanto como para enviar sólo a Jacob, aunque éste quería hacerlo
así. Quil y Embry son sus... Supongo que podrían llamarse sus copilotos habituales.
—Jacob confía en ti.
Edward asintió.
—Confía en que no intentaremos matarle. Eso es todo.
—¿Vas a participar esta noche? —pregunté, indecisa. Sabía que esto iba a resultar
casi tan duro para él como lo habría sido para mí que me dejara atrás. Tal vez incluso
más.
—Ayudaré a Jasper cuando lo necesite. Quiere ensayar con grupos desiguales y
enseñarles cómo actuar contra múltiples atacantes.
Se encogió de hombros.
Y una nueva oleada de pánico hizo pedazos mi confianza, ya de por sí escasa.
Seguían siendo inferiores en número, y yo lo estaba empeorando aún más.
Me quedé mirando al campo de batalla, tratando de ocultar mis emociones.
No era el lugar más adecuado en el que posar la mirada, teniendo en cuenta que
estaba intentando engañarme a mí misma y convencerme de que todo iba a salir bien y a
la medida de mis necesidades. Porque cuando me obligué a apartar los ojos de los Cullen,
de aquel combate de entrenamiento que en cuestión de días se convertiría en una batalla
mortal, Jacob captó mi mirada y me sonrió.
Era la misma sonrisa lobuna de la noche anterior, y entrecerraba los ojos igual que lo
hacía cuando era humano.
Me resultaba difícil creer que poco tiempo atrás los hombres lobo me daban miedo, y
que había llegado a tener pesadillas con ellos.
Supe, sin preguntarlo, quién de los otros dos era Embry y quién era Quil. Sin duda, el
lobo gris, más delgado y con manchas oscuras en el lomo, que estaba sentado
observándolo todo con paciencia se trataba de Embry; mientras que Quil, de pelaje color
chocolate en el cuerpo y algo más claro en la cara, daba constantes respingos, como si
estuviera deseando unirse a aquel combate amistoso. No eran monstruos, ni siquiera en
esta situación. Eran mis amigos.
Unos amigos que no parecían ni mucho menos tan indestructibles como Emmett y
Jasper, quienes se movían rápidos como cobras mientras la luna bañaba su piel de
granito. Unos amigos que, por lo visto, no entendían el peligro que estaban corriendo.
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Unos amigos que seguían siendo en cierto modo mortales, que podían sangrar, que
podían morir...
La confianza de Edward me tranquilizaba, ya que era evidente que no estaba
preocupado por su familia, pero me pregunté si también se sentiría afectado en el caso de
que los lobos sufrieran algún daño. Si esa posibilidad no le preocupaba, ¿había alguna
razón para que estuviera nervioso? La confianza de Edward sólo servía para aplacar una
parte de mis temores.
Intenté sonreír a Jacob y tragué saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Pero no sirvió de mucho.
Jacob se incorporó con una agilidad increíble en una criatura tan enorme y se acercó
trotando hacia donde nos encontrábamos, al borde del claro.
—Hola, Jacob —saludó Edward con cortesía.
Jacob le ignoró y clavó sus ojos oscuros en mí. Bajó la cabeza hasta mi altura, como
había hecho el día anterior, ladeó el hocico y dejó escapar un sordo gemido.
—Estoy bien —le respondí, sin esperar a la traducción de mi novio—. Sólo estoy
preocupada.
Jacob seguía mirándome.
—Quiere saber por qué estás preocupada —dijo Edward.
Jacob emitió un gruñido. No fue un sonido amenazante, sino de irritación. Edward
contrajo los labios.
—¿Qué? —pregunté.
—Cree que mis traducciones dejan bastante que desear. Lo que ha dicho en realidad
es: «Eso es una estupidez. ¿or quéhay que preocuparse?». Le he corregido un poco
porque me parecí una groserí.
Sonreí pero sóo a medias, porque estaba demasiado nerviosa para divertirme.
—ay muchos motivos para estar preocupada —e dije a Jacob— Por ejemplo, que
unos cuantos lobos estúidos acaben malheridos.
Jacob se riócon un ápero ladrido.
Edward suspiró
—asper quiere ayuda. ¿uedes prescindir de mis servicios como traductor?
—e las apañré
Edward me dirigióuna mirada melancóica, difíil de interpretar, y despué me dio la
espalda y se encaminóal lugar donde le esperaba Jasper.
Me sentéen el mismo sitio en que me encontraba. El suelo estaba duro y frí.
Jacob tambié dio un paso hacia delante; despué se volvióhacia míy emitióun
gemido bajo y gutural, mientras aventuraba otro paso.
—delante, ve tú—e dije— No quiero verlo.
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Jacob volvió a ladear la cabeza y, con un ronco suspiro, se acurrucó en el suelo a mi
lado.
—En serio, vete —le animé.
No respondió, y se limitó a apoyar la cabeza sobre las garras.
Me quedé mirando las nubes plateadas; no quería ver la pelea. Ya tenía material de
sobra para alimentar mi imaginación. Una brisa atravesó el claro, y me dio un escalofrío.
Jacob se acercó arrastrándose y apoyó su pelaje cálido contra mi costado izquierdo.
—Eh... Gracias —murmuré.
Pasado un rato, me recliné sobre su amplio hombro. Así estaba mucho más cómoda.
Las nubes desfilaban lentamente por el cielo, y sus gruesos jirones se iluminaban al
pasar por delante de la luna y volvían a sumirse en sombras al dejarla atrás.
Distraída, me dediqué a pasar los dedos por el pelaje que recubría el cuello de Jacob.
Su garganta retumbó con el mismo canturreo extraño que había escuchado el día anterior.
Era un sonido casi hogareño, más áspero y salvaje que el ronroneo de un gato, pero que
transmitía la misma sensación de comodidad.
—Nunca he tenido perro —dije—. Siempre he querido tener uno, pero Reneé les tiene
repelús.
Jacob se rió, y su cuerpo se estremeció bajo mis dedos.
—¿No te preocupa lo del sábado? —le pregunté.
Volvió su enorme cabeza hacia mí, y pude ver cómo ponía los ojos en blanco.
—Me gustaría sentirme tan optimista como tú.
Jacob apoyó la cabeza en mi pierna y empezó a ronronear otra vez. Eso me hizo
sentirme un poco mejor.
—Así que mañana nos espera una buena caminata, supongo.
Jacob emitió un gruñido de entusiasmo.
—Puede ser un paseo largo —le advertí—. El concepto de distancia de Edward no es
el mismo que el de una persona normal.
Jacob emitió otro ladrido a modo de risa.
Hundí más los dedos en su pelaje y apoyé mi cabeza en su cuello.
Era extraño. Aunque ahora Jake tenía forma de lobo, sentía que entre nosotros volvía
a haber una relación más parecida a la de antes (una amistad tan sencilla y natural como
el hecho de respirar) que las últimas veces que habíamos estado juntos y Jacob seguía
siendo humano. Resultaba curioso descubrir de nuevo aquella sensación que creía haber
perdido por culpa de su naturaleza de licántropo.
En el claro seguían jugando a matarse, mientras yo me dedicaba a contemplar las
nubes que pasaban sobre la luna.
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Compromiso
Todo estaba listo.
Mi equipaje para la visita de dos días «a Alice» estaba preparado, y la bolsa me
esperaba en el asiento del copiloto de mi coche. Les habí regalado las entradas del
concierto a Angela, Ben y Mike. Este útimo iba a llevar a Jessica, tal y como yo esperaba.
Billy le habí pedido prestado el bote al Viejo Quil Ateara, y habí invitado a Charlie a
pescar en mar abierto antes de que empezara el partido de la tarde. Collin y Brady, los dos
licátropos má jóenes, permanecerín en la retaguardia para proteger La Push, aunque
eran tan sóo unos crios de trece añs. Aun así Charlie estarí má seguro que ninguno
de los que se iban a quedar en Forks.
Yo habí hecho cuanto estaba en mi mano. Tratéde convencerme de ello, y tambié
de apartar de mi cabeza la gran cantidad de factores que quedaban fuera de mi control.
De un modo u otro, en cuarenta y ocho horas todo habrí acabado. Era un pensamiento
casi reconfortante.
Edward me habí pedido que me relajara, y yo iba a intentarlo por todos los medios.
—¿odemos olvidarnos de todo por una noche y pensar tan sóo en nosotros dos?
—e habí suplicado, desatando sobre mítodo el poder de su mirada— Parece que
nunca tenemos tiempo para nosotros. Necesito estar a solas contigo. Sóo contigo.
No era una solicitud difíil de aceptar, aunque una cosa era asegurar que iba a olvidar
mis temores y otra hacerlo de verdad. Pero ahora tení otras cosas en que pensar,
sabiendo que disponímos de esta noche para nosotros dos solos, lo cual me ayudaba.
Algunas cosas habín cambiado, por ejemplo, ya estaba preparada.
Preparada para unirme a su familia y a su mundo. Asíme lo revelaban el miedo, la
culpa y la angustia que experimentaba en ese momento. Habí tenido ocasió de
concentrarme en esas sensaciones -lo habí hecho mientras contemplaba la luna entre las
nubes, recostada contra el cuerpo de un hombre lobo-, y sabia que ya no volverí a caer
presa del páico. La siguiente vez que nos ocurriera algo, yo estarí preparada. En el
balance final, pensaba ser un activo, no un pasivo. Edward no tendrí que volver a elegir
nunca má entre su familia y yo. Íamos a ser compañros, igual que Alice y Jasper. La
próima vez, yo cumplirí mi parte.
Esperarí a liberarme del juramento para que Edward se sintiera satisfecho, pero no
hací falta: estaba lista. Sóo faltaba un detalle.
Habí cosas que aú no habín cambiado, y entre ellas el amor desesperado que
sentí por mi novio. Habí tenido mucho tiempo para analizar las consecuencias de la
apuesta de Jasper y Emmett, y para decidir a quécosas estaba dispuesta a renunciar
junto con mi naturaleza humana y a cuáes no. Sabí muy bien quéexperiencia querí
gozar antes de convertirme en un ser inhumano.
De modo que esa noche tenímos algunos asuntos pendientes que solucionar.
Despué de todo lo que habí visto en los útimos dos añs, yo ya no creí en el
significado de la palabra «imposible». Edward tendrí que recurrir a algo má que ese
vocablo para detenerme.
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Para ser sincera, sabía que no iba a ser tan fácil, pero pensaba intentarlo.
Teniendo en cuenta la decisión que había tomado, no me extrañó descubrir lo nerviosa
que estaba mientras conducía el largo trecho hasta su casa. No sabía cómo hacer lo que
quería hacer, y estaba muerta de miedo. Al ver lo despacio que conducía, Edward, que iba
en el asiento del copiloto, trataba de contener una sonrisa. Me sorprendió que no insistiera
en coger el volante, pero esa noche mi velocidad de tortuga no parecía molestarle.
Ya había oscurecido cuando llegamos a su casa. A pesar de ello, el prado se veía
iluminado por la luz que brillaba en todas las ventanas.
En cuanto apagué el motor, él ya estaba abriendo la puerta de mi lado. Me sacó en
volandas de la cabina con un brazo mientras que con el otro cogía mi bolsa del asiento
trasero y se la colgaba del hombro. Sus labios se encontraron con los míos al mismo
tiempo que le oía cerrar la puerta de la camioneta con el pie.
Sin dejar de besarme, me levantó en el aire para acomodarme mejor entre sus brazos
y me llevó hasta la casa como si fuera un bebé.
¿Acaso estaba abierta la puerta? No lo sabía. El caso es que habíamos entrado y yo
me sentía mareada. Me recordé a mí misma que debía respirar.
El beso no me asustó. No era como otras veces, cuando sentía el temor y el pánico
agazapados por debajo de su estricto control. Ahora no sentí sus labios nerviosos, sino
ardientes. Edward parecía tan emocionado como yo ante la perspectiva de una noche
entera para concentrarnos en estar juntos. Siguió besándome durante un buen rato, de pie
en la entrada. Parecía menos atrincherado de lo habitual, y su gélida boca mostraba una
apremiante necesidad de la mía.
Empecé a albergar un cauteloso optimismo. Tal vez conseguir mis propósitos no iba a
resultar tan difícil como me había esperado.
No, me dije, sin duda será bien difícil, y aún más.
Con una leve risita, Edward me apartó un poco y me sostuvo en el aire a casi un metro
de su cuerpo.
—Bienvenida a casa —me dijo, con un brillo cálido en los ojos.
—Eso suena bien —le respondí sin aliento.
Me depositó con suavidad en el suelo. Yo le rodeé con los brazos; no estaba dispuesta
a dejar el menor hueco entre los dos.
—Tengo algo para ti —anunció como de pasada.
—¿Qué?
—Un objeto usado. Dijiste que podías aceptar regalos de ese tipo, ¿te acuerdas?
—Ah, ya. Supongo que lo dije.
Mi renuencia hizo reír a Edward.
—Está en mi habitación. ¿Subo a cogerlo?
¿Su habitación?
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—Claro —le contesté. Me sentí un poco tramposa cuando entrelacé mis dedos con los
suyos—. Vamos.
Edward debía de estar impaciente por entregarme mi no regalo, porque no se
conformó con la velocidad humana. Volvió a cogerme en brazos y subió las escaleras
prácticamente volando. Cuando llegamos al dormitorio, me dejó en la puerta y salió como
una bala hasta el armario.
Aún no había dado un solo paso y ya lo tenía otra vez delante de mí. Pero le ignoré,
entré al cuarto y me encaminé hacia el enorme lecho dorado. Después me senté en el
borde, reculé hacia el centro de la cama y, una vez allí, me acurruqué abrazándome las
rodillas.
—¿Y bien? —refunfuñé. Ahora que estaba donde quería, podía permitirme cierta
resistencia—. Enséñamelo.
Edward soltó una carcajada.
Se subió a la cama y se sentó a mi lado. Mi corazón latía desbocado. Con un poco de
suerte, él lo interpretaría como una reacción ante su regalo.
—Es un objeto usado —me recordó en tono serio. Me apartó la muñeca izquierda de la
pierna y acarició la pulsera de plata por un instante. Después volvió a ponerme el brazo
donde lo tenía.
Examiné con atención el obsequio. De la cadena, en el lado opuesto al lobo, colgaba
un cristal brillante en forma de corazón, tallado en innumerables caras que resplandecían
a la tenue luz de la lámpara. Contuve el aliento.
—Era de mi madre —se encogió de hombros, al desgaire—. Heredé de ella un puñado
de baratijas como ésta. Ya les he regalado unas cuantas a Esme y a Alice, así que, como
ves, no tiene tanta importancia.
Sonreí con tristeza al ver su aplomo. Edward prosiguió:
—Aun así, se me ha ocurrido que podría ser un buen símbolo. Duro y frío —se rió—. Y
a la luz del sol se ve el arco iris.
—Olvidas que se te parece en algo mucho más importante —murmuré—. Es precioso.
—Mi corazón es igual de silencioso que éste —dijo—. Y también es tuyo.
Giré la muñeca para que el cristal brillara bajo la luz.
—Gracias. Por los dos.
—No. Gracias a ti. Me alivia que hayas aceptado un regalo sin rechistar. No te viene
mal como práctica —sonrió, luciendo sus blancos dientes.
Me apoyé en él, escondiendo la cabeza bajo su brazo y acurrucándome a su lado. Era
como abrazarse al David de Miguel Ángel, salvo que esta perfecta criatura de mármol me
rodeó con sus manos para apretarme más.
Parecía un buen punto de arranque.
—¿Podemos hablar de una cosa? De entrada, te agradecería que empezaras abriendo
un poco tu mente.
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Edward dudó un instante.
—Lo intentaré —me contestó a la defensiva, con cautela.
—No voy a romper ninguna regla —prometí—. Esto es estrictamenté entre tú y yo
—me aclaré la garganta—. Esto... Verás, la otra noche me impresionó la facilidad con que
fuimos capaces de llegar a un acuerdo. He pensado que me gustaría aplicar ese mismo
principio a una situación diferente.
¿Por qué me estaba expresando de una forma tan rebuscada? Debían de ser los
nervios.
—¿Qué quieres negociar? —me preguntó, insinuando una sonrisa en su voz.
Me esforcé por encontrar las palabras exactas para abordar el asunto.
—Escucha a qué velocidad te late el corazón —murmuró Edward—. Parece un colibrí
batiendo las alas. ¿Te encuentras bien?
—Estoy perfectamente.
—Entonces continúa, por favor —me animó.
—Bueno, supongo que primero quería hablar contigo sobre esa ridicula condición del
matrimonio.
—Será ridicula para ti, no para mí. ¿Qué tiene de mala?
—Me preguntaba si... si se trata de una cuestión negociable.
Edward frunció el ceño.
—Ya he cedido en lo más importante, al aceptar cobrarme tu vida en contra de mi
propio criterio. Lo cual me otorga el derecho a arrancarte a ti ciertos compromisos.
—No —negué con la cabeza y me concentré en mantener la compostura—. Ese trato
ya está cerrado. Ahora no estamos discutiendo mi... transformación. Lo que quiero es
arreglar algunos detalles.
Me miró con recelo.
—¿A qué detalles te refieres, exactamente?
Vacilé un instante.
—Primero, aclaremos cuáles son tus condiciones.
—Ya sabes lo que quiero.
—Matrimonio —hice que sonara como una palabrota.
—Sí —respondió con una amplia sonrisa—. Eso para empezar.
Esto me impresionó tanto que mi compostura se fue al traste.
—¿Es que hay más?
—Bueno —dijo con aire de estar calculando algo—, si te conviertes en mi esposa,
entonces lo que es mío es tuyo... Por ejemplo, el dinero para tus estudios. Así que no
debería haber problema con lo de Dartmouth.
—Puestos a ser absurdos, ¿se te ocurre algo más?
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—No me importaría que me dieras algo más de tiempo.
—No. Nada de tiempo. Ahí sí que no hay trato.
Edward exhaló un largo suspiro.
—Sólo sería un año, como mucho dos...
Apreté los labios y meneé la cabeza.
—Prueba con lo siguiente.
—Eso es todo. A menos que quieras hablar de coches...
Edward sonrió al verme hacer un rictus. Después me tomó la mano y se dedicó a
juguetear con mis dedos.
—No me había dado cuenta de que quisieras algo más, aparte de transformarte en un
monstruo como yo. Siento una enorme curiosidad por saber de qué se trata —habló con
voz tan suave y baja que su leve tono de impaciencia me habría pasado desapercibido si
no le hubiera conocido tan bien.
Hice una pausa y contemplé su mano sobre la mía. Aún no sabía por dónde empezar.
Sentía sus ojos clavados en mí, y me daba miedo levantar la mirada. La sangre se me
empezó a subir a la cara.
Sus dedos gélidos rozaron mi mejilla.
—¿Te estás ruborizando? —preguntó, sorprendido. Yo seguía mirando hacia abajo—.
Por favor, Bella, no me gusta el suspense.
Me mordí el labio.
—Bella...
Su tono de reproche me recordó que le dolía que me guardase mis pensamientos.
—Me preocupa un poco... lo que pasará después —reconocí, atreviéndome a levantar
la mirada por fin.
Noté que su cuerpo se ponía tenso, pero su voz seguía siendo de terciopelo.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Todos parecéis convencidos de que mi único interés va a ser exterminar a todos los
habitantes de la ciudad —respondí. Edward puso mala cara al oír las palabras que había
elegido—. Me da miedo estar tan preocupada por contener mis impulsos violentos que no
vuelva a ser yo misma... Y también me da... me da miedo no volver a desearte como te
deseo ahora.
—Bella, esa fase no dura eternamente —me tranquilizó.
Era obvio que no me estaba entendiendo.
—Edward —le dije. Estaba tan nerviosa que me dediqué a estudiar con atención un
lunar de mi muñeca—. Hay algo que me gustaría hacer antes de dejar de ser humana.
ÉI esperó a que prosiguiera, pero no lo hice. Mi cara estaba roja como un tomate.
—Lo que quieras —me animó, impaciente y sin tener ni idea de lo que le iba a pedir.
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—¿Me lo prometes? —era consciente de que mi plan de atraerle con sus propias
palabras no iba a funcionar, pero no pude resistirme a preguntárselo.
—Sí —respondió. Alcé la mirada y vi en sus ojos una expresión ferviente y algo
perpleja—. Dime lo que quieres, y lo tendrás.
No podía creer que me estuviera comportando de una forma tan torpe y tan estúpida.
Era demasiado inocente; precisamente, mi inocencia era el punto central de la
conversación. No tenía la menor idea de cómo mostrarme seductora. Tendría que
conformarme con recurrir al rubor y la timidez.
—Te quiero a ti —balbuceé de forma casi ininteligible.
—Sabes que soy tuyo —sonrió, sin comprender aún, e intentó retener mi mirada
cuando volví a desviarla.
Respiré hondo y me puse de rodillas sobre la cama. Luego le rodeé el cuello con los
brazos y le besé.
Me devolvió el beso, desconcertado, pero de buena gana. Sentí sus labios tiernos
contra los míos, y me di cuenta de que tenía la cabeza en otra parte, de que estaba
intentando adivinar qué pasaba por la mía. Decidí que necesitaba una pista.
Solté mis manos de su nuca y con dedos trémulos le recorrí el cuello hasta llegar a las
solapas de su camisa. Aquel temblor no me ayudaba demasiado, ya que tenía que darme
prisa y desabrocharle los botones antes de que él me detuviera.
Sus labios se congelaron, y casi pude escuchar el chasquido de un interruptor en su
cabeza cuando por fin relacionó mis palabras con mis actos.
Me apartó de inmediato con un gesto de desaprobación.
—Sé razonable, Bella.
—Me lo has prometido. Lo que yo quiera —le recordé, sin ninguna esperanza.
—No vamos a discutir sobre eso.
Se quedó mirándome mientras se volvía a abrochar los dos botones que había
conseguido soltarle.
Rechiné los dientes.
—Pues yo digo que sí vamos a discutirlo —repuse. Me llevé las manos a la blusa y de
un tirón abrí el botón de arriba. Me agarró las muñecas y me las sujetó a ambos lados del
cuerpo.
—Y yo te digo que no —refutó, tajante. Nos miramos con ira.
—Tú querías saber —le eché en cara.
—Creí que se trataba de un deseo vagamente realista.
—De modo que tú puedes pedir cualquier estupidez que te apetezca, por ejemplo,
casarnos, pero yo no tengo derecho ni siquiera a discutir lo que...
Mientras lanzaba mi diatriba, Edward me sujetó ambas manos con una de las suyas
para que dejara de gesticular, y utilizó la que le quedaba libre para taparme la boca.
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—No —su gesto era pétreo.
Respiré hondo y traté de calmarme. Según se desvanecía la ira, empecé a sentir algo
distinto.
Me llevó unos instantes admitir por qué había vuelto a agachar la mirada, por qué me
había ruborizado otra vez, por qué se me había revuelto el estómago, por qué tenía los
ojos húmedos y por qué de pronto quería salir corriendo de la habitación.
Era por aquella reacción tan poderosa e instintiva. Por su rechazo.
Sabía que me estaba comportando de forma irracional. Edward había dejado claro en
otras ocasiones que el único motivo por el que se negaba a hacerlo era mi propia
seguridad. Sin embargo, jamás me había sentido tan vulnerable. Me quedé mirando al
edredón dorado que hacía juego con sus ojos e intenté desterrar la reacción refleja que
me decía que no era deseada ni deseable.
Edward suspiró. Me quitó la mano de la boca y la puso bajo mi barbilla, levantándome
la cara para que le mirase.
—¿Y ahora qué?
—Nada —musité.
Observó con atención mi rostro durante un buen rato mientras yo trataba en vano de
apartarme de su mirada. Después arrugó la frente con gesto de horror.
—¿He herido tus sentimientos? —me preguntó con consternación.
—No —mentí.
Ni siquiera supe cómo ocurrió: de pronto, me encontré entre sus brazos, y él acunaba
mi cabeza sujetándola entre el hombro y la mano, mientras que con el pulgar me
acariciaba la mejilla una y otra vez.
—Sabes por qué tengo que decirte que no —susurró—, y también sabes que te deseo.
—¿Seguro? —le pregunté con voz titubeante.
—Pues claro que sí, niña guapa, tonta e hipersensible —soltó una carcajada, y luego
su voz se volvió neutra—. Todo el mundo te desea. Sé que hay una cola inmensa de
candidatos detrás de mí, todos maniobrando para colocarse en primera posición, a la
espera de que yo cometa un error... Eres demasiado deseable para tu propia seguridad.
—¿Quién es el tonto ahora? —tenía muy claro que los adjetivos «torpe»,
«vergonzosa» e «inepta» no aparecín en ningú diccionario bajo la definició de
«deseable».
—¿engo que rellenar una instancia para que me creas? ¿e digo los nombres que
encabezan la lista? Ya conoces unos cuantos, pero otros te sorprenderín.
Movíla cabeza a los lados, sin apartarla de su pecho, e hice una mueca.
—stá intentando cambiar de tema.
Edward volvióa suspirar.
—ime si he hecho algo mal —ntentésonar objetiva— Tus exigencias son étas: que
nos casemos —ra incapaz de decirlo sin torcer el gesto— que te deje pagar mis estudios
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y que te dé más tiempo. Además, no te importaría que mi vehículo fuera un poco más
rápido —enarqué las cejas—. ¿Se me olvida algo? Es una lista considerable.
—La única exigencia es la primera —Edward estaba haciendo esfuerzos para no
reírse—. Las demás son simples peticiones.
—A cambio, mi pequeña y solitaria exigencia es...
—¿Exigencia? —me interrumpió, de nuevo serio.
—Sí, he dicho exigencia.
Edward entornó los ojos.
—Casarme es como una condena para mí —dije—. No pienso aceptar a menos que
reciba algo a cambio.
Se inclinó para susurrarme con voz tierna:
—No. Ahora es imposible. Más adelante, cuando seas menos frágil. Ten paciencia,
Bella.
Intenté mantener una voz firme y ecuánime.
—Ahí está el problema. Cuando sea menos frágil, ya nada será igual. ¡Yo no seré la
misma persona! Ni siquiera estoy segura de quién seré para entonces.
—Seguirás siendo tú, Bella —me prometió.
Fruncí el ceño.
—Si cambio lo bastante como para querer matar a Charlie, o chupar la sangre de
Jacob o de Angela si tengo ocasión, ¿cómo voy a seguir siendo la misma?
—Se te pasará. Además, dudo que te apetezca beber sangre de perro —fingió
estremecerse ante tal idea—. Aunque seas una renacida, una neófita, seguro que tienes
mejor gusto.
Ignoré su intento de desviar el tema.
—Pero eso será lo que más voy a desear siempre, ¿verdad? —dije en tono
desafiante—. ¡Sangre, sangre y más sangre!
—El hecho de que sigas viva es una prueba de que eso no es cierto —argumentó.
—Porque para ti han pasado más de ochenta años —le recordé—. Estoy hablando de
algo físico. De forma racional, sé que volveré a ser yo misma... cuando transcurra un
tiempo. Pero en lo puramente físico, siempre tendré sed, por encima de cualquier otro
deseo —Edward no contestó—. Así que seré distinta —concluí, sin oposición por su
parte—. Porque ahora mismo lo que más deseo eres tú. Más que la comida o el agua o el
oxígeno. Mi mente tiene una lista de prioridades ordenada de forma algo más racional,
pero mi cuerpo...
Giré la cabeza para darle un beso en la palma de la mano.
Edward respiró hondo. Me sorprendió notar que titubeaba.
—Bella, podría matarte —se justificó.
—No creo que seas capaz.
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Edward entrecerró los ojos. Después, apartó la mano de mi cara y tanteó detrás de él,